miércoles, 2 de julio de 2014

DISCURSO PRONUNCIADO POR EL LIC. FREDDY PRESTOL CASTILLO EL DOMINGO 18 DE ENERO DE 1976 EN EL ACTO DE DEVELIZAMIENTO DE LA ESTATUA DE GASTÓN FERNANDO DELIGNE EN EL MALECÓN DE SAN PEDRO DE MACORÍS.

20 Junio 2013

Excelentísimo Señor Presidente de la República:
Pueblo:
Si me limitara, en este acto trascendental en que un poeta--Joaquín Balaguer—propicia el más señalado reconocimiento a otro poeta—el inmenso Gastón Deligne—a expresar la gratitud individual de la familia Deligne, yo sería inconsecuente con la magnitud y el profundo sentido estético y cívico de esta apoteosis en su aspecto colectivo.  Y es que el héroe, el sabio, el santo, salen de la familia, la cual abandonan, para ubicarse en la comunidad, la más larga  y permanente de las familias.
Conste, pues, el tributo de los familiares de Gastón, pero mi palabra evocativa es el verbo de esta comunidad agradecida a quien, en esta mañana, más que como Jefe de Estado, debemos recibir como poeta.
Permanente sembrador, Gastón Fernando, ¿Sembraría en la pampa de granito?    Era un oteador de horizontes patrios; buscador de esencias nacionales al par de las esencias ecuménicas: desde los temas de la Colonia hasta los desgarrados días republicanos de DEL PATÍBULO y OLOLOY.  Desde la lira juvenil de SOLEDAD, enfrentado a la escalofriante carátula de la Dictadura.  Trono mayor en OLOLOY—réquiem del tiranicidio—que surge entre sangre y plomo, como una exhalación de fuego.
El que es así no es el mero ciudadano, municipalmente ejemplar y familiar.  Deligne es el pueblo.  Deligne es dominicanidad.  Deligne es uno de esos hombres protagónicos que, si se me permite la agraciada expresión de Paul de Saint Víctor al estudiar a Shakespeare, “debe incluirse en ese grupo indivisible que forman Homero, Esquilo, Job Dante; esos primogénitos del espíritu humano, esos hombres que dominan a las generaciones terrestres, como Saúl se elevaba por encima del pueblo de Israel”...
Y si a este hombre—este solitario, este atormentado, “el atormentado anacoreta que llevó, junto al de su existencia el doloroso mal de ser poeta”, como melancoliza el soneto de Armando Oscar—se le puede asignar entre nosotros, el lugar de Dies Pan entre los olímpicos, “el Pan adorado por la antigüedad aún más que Júpiter, cuyo pecho azulado reflejaba todas las imágenes de la tierra, todos los astros del firmamento”—entonces, mi palabra, además de consignar un sentido familiar, debe traducir, principalmente, el reconocimiento de toda una región y de todo el país, por vuestra reivindicación de Deligne, salido hoy del olvido al conjuro de vuestra alma de poeta, ya que portáis, en una mano, la lira; y en otra la brumosa, la fértil, la fatigante espada del Poder!
Raro consorcio en la historia del Poder Público de este país.  ¡Un presidente poeta!  Lo cual explica por qué surge ahora, en Santo Domingo, ennoblecido en piedra tallada, el poético y audaz siglo 16: en casas, palacios, cancelas, campanas, altares, reclinatorios, templos y fosos erigidos por España cuando intentaba establecer cortes coloniales aquí, en la primigenia ESPAÑOLA; aquel fastuoso aparato que frustrara el oro del continente para convertirnos en simple hato y vecindario abandonado...
Decididamente, Presidente, el retorno –la réplica viviente del siglo 16 que hacéis en piedra, en Santo Domingo, es obra de poeta; ¿quién, de ser únicamente un gobernante sin un férvido hálito de la poesía, habría recogido y hecho tallar, de nuevo, aquellas piedras lustrales palpitantes de historia!!
Y eso hacéis aquí: por ser  poeta—calidad más profunda y permanente que la de gobernante--, levantáis la estatua del Maestro.  Reparáis la indiferencia, de los propios discípulos de Deligne, muchos de los cuales ascendieron la fragosa y urticante montaña del Poder Público y olvidaron lo que debían y podían hacer: la glorificación, en piedra o bronce, del cantor de “ANGUSTIAS” y “OLOLOY”.
Macorís vivió su vida principesca cuya crónica parece una página de las Mil y una Noches; pero aquella embriaguez de salones y fáusticos reinados le impidió transformar este burgo prepotente en una gran ciudad con acueductos, drenajes sanitarios, puerto moderno, grandes bibliotecas, grandes liceos.  Le impidió levantar estatuas a sus grandes poetas muertos: Gastón, Rafael Deligne, Federico Bermúdez.    Tampoco honró sus grandes maestras: ésas, que se consumen enseñando, como esos cirios del templo, quemados en unción a los íconos.  ¡Maestras y olvidados poetas!  Y hoy asumís el rescate, porque sois poeta.
¿Qué pensarían nuestros munícipes?  Era la nuestra una sociedad atolondrada y joven, moderna, --sin tradición.   Diríase que éramos un “nuevo rico”, ahíto, estérilmente, de poderes adquisitivos.  Efectivamente, la riqueza azucarera nos transformaba:  de una aldea de pescadores a un gran “batey” cañero.  Macorís carecía de tradiciones.  No podía realizar el proceso histórico de otras ciudades del país.  Sin embargo, fue la ciudad del mejor Ateneo y la madre de los grandes poetas que, después del ciclo deligniano enseñorea el Parnaso nacional: Pedro Mir, Domínguez Charro, Carmen Natalia, después de la generación del Ateneo –especie de generación del 98--.  Pero la ciudad de los poetas sin estatuas.  Una ciudad, después de la ruina, en que el óxido haragán ennegreció los hierros de los barcos y el olvido borró de nuestro cielo la efigie de nuestros grandes panidas. ¡Ese olvido lo rectificáis hoy!
Esta apoteosis trae a mi recuerdo a una mujer olvidada, digna también del bronce: Ángela Figueroa, la madre de los Deligne.  De su trato –ya anciana—tengo el recuerdo de su pobreza, de su cuasi mendicidad, de su dulzura, y evoco horas fértiles de juventud.  Su desolada vivienda sólo recibía una visita: los muchachos del Centro Literario Hermanos Deligne: los hermanos Francisco y Eduardo Comarazamy,  Andrés Francisco Requema, Francisco Domínguez Charro, Luis De Wint, Miguel Duvergé, César McCabe y otros.  Solíamos visitar aquella pobre vivienda—toda dignidad y limpieza—donde el pan ácimo apenas cumplía las exigencias materiales, en un pueblo que parecía haber olvidado a Gastón y ahora a su madre desvalida.  ¡Ángela Figueroa!  ¡Olvidada! La que trajo a este mundo aquellos dos faros de poesía y de saber: Gastón  y Rafael  Deligne!!   “Pero sí, la Piedad”!!  como rezan los versos de “Del Patíbulo”...  Los entonces jóvenes del Centro Literario Hermanos Deligne acudirían en busca de auxilios que permitieran bien morir y enterrar a aquella procera anciana, que fuéramos a rescatar, --para llorar con ella—a una triste vivienda de suburbio.  ¡Lo que restaba de la estirpe de los Deligne, a nuestro contacto, era aquella anciana y sus dos sobrinas, Carmita y Luisa, hijas de Teresa Deligne, ya muerta.  Y habría podido llamarse a aquella, “mansión de dolores” con la expresión de Tejera, al aludir a la casa de los Duarte, en Venezuela –en pobreza, en abandono, en soledad.  Noble estirpe, con un prestigio que no había logrado macular ni siquiera la miseria.  Aquellas damas , que lucían como flores marchitas, todavía estilaban sonrisas y solían recitarnos versos de Gastón.  El Maestro solía escuchar—me decían—sus propios versos recitados por sus sobrinas.  Noble estirpe, dulce pobreza, versos eternos!   Una generación—la que subsiguió al auge y a la caída del azúcar—había olvidado al Maestro y a su madre, Ángela Figueroa.  ¡Faltó, entonces, un poeta presidente!
Excelencia:   venís a realizar siembra estética en esta tierra hoy yerma. ¡Que sea próvida vuestra labor!    Años  ha, desde las aulas del Colegio San Luis Gonzaga, separados del brazo paternal del Padre Billini, vinieron a esta tierra que a la sazón  luciría como un gran batey en medio de esmeraldas de caña, los hermanos Deligne.  Acercáronse a ellos, después, maestros devocionales, tan afanosos como los sembradores de las tierras, tanto como los bueyes que tiraban de las carretas y como los estibadores del azúcar en ese puerto.  ¡Consagrados maestros y maestras cuyos hombres cayeron, fatalmente, en las profundidades del báratro del olvido!  Llegaban hasta aquí las luces proféticas del Instituto de Salomé Ureña al través de Anacaona  Moscoso, la maestra y madre, ejemplar, símbolo de aquella mujer dominicana de la vieja República que lamentablemente vemos desaparecer como algunas de nuestras faunas.  (Recién habéis honrado a esta maestra y es propicia la ocasión para que conste el reconocimiento de esta comunidad a la cual estáis conduciendo a la glorificación de sus signos germinales).
Venís en buena hora.  Venís a sembrar trinos; a fortalecer la esperanza de un Macorís disgregado, errante, que obedece a la ley de una Diáspora, pero que todavía acuna el sueño de su tierra prometida.  Os hablo emocionalmente del Macorís errante y que hoy concita aquí este acto en que habéis levantado la estatua del Maestro.  Os hablo del disgregado Macorís, lanzado como buena simiente en caminos foráneos que le impuso la Basilea del Azúcar.
Levantáis esta estatua sobre el mar—nuestro signo, pues somos el Macorix del Mar—y cerca de la tierra arisca y estremecida que albergó los cadáveres de valientes montoneros del pasado: Ramón Castillo, Ministro de la Guerra, atrapado en una red que parece urdida por un Borgia, fusilado por Heureaux, frente a estos farallones, junto al mar;  José Estai, Gobernador de Macorís bajo Heureaux, fusilado por el mismo lugar y en la misma fecha. Y sobre este mismo haz, muchos años después, recibió la descarga fatal otro pintoresco cabecilla: Vicentico Evangelista, preso en la red de falsas promesas y seguridades, personaje para romancero, en aquellas guerrillas que pusieron en jaque a los “marines” de 1916: “gavilleros”, según los unos; y ahora, “patriotas”, según otros.
Diríase que esta estatua del Maestro Deligne la habéis ubicado adrede, en la tierra protagónica de su canto “DEL PATÍBULO”, y acaso en el mismo lugar donde se escucharan las órdenes de fusilamiento, cuando  “la voz del Oficial que se alza sola comandando el desfile casca el aire”...
¡Sí! Aquí. Bajo este sol, con este aire de Mar.  En este aire propio para la libertad que servía al homicidio político, pero que hoy inflama nuestra bandera y contempla la estatua del Maestro.
Relevante coincidencia: sobre tierra trágica—sepulcro de montoneros—erigís la fértil estatua del poeta que es como erigir la estatua de la paz.  Lo que en versos de Deligne equivale a “dar por corona a la guerra el olivo redentor”...  Y levantáis este símbolo en la latitud marina que dice nuestro Pedro Mir en su canto de despedida a Carmen Natalia—nuestra última Gran Musa—que, como Salomé, en el decir de Moreno, “guardó su arpa de oro en el infinito”...  Pedro nos dice, en su canto funeral a Carmen Natalia, que  En Macorís hay flores en la Isleta cuando la tarde cae junto al Higuamo...
Excelencia: un 18 de Enero, Gastón impulsó, con brazo fuerte, la barca de Caronte.  Ya había realizado su siembra, pero en cambio la vida le negaba la felicidad.   ¿Cuál el resultado de esa siembra en el cenáculo de sus discípulos?  ¿Cuál la respuesta de éstos?
Responder es difícil si se atiende al desmoronamiento material y espiritual de Macorís del Mar en la Basilea del Azúcar.  ¿Se esfumaría, en el viento, la fuerza de su canto?
El Dr. Moscoso Puello, en peregrinación al cementerio, en aniversario que organizara el Centro Hermanos Deligne, hizo una amarga evaluación, entonces, de esta comunidad.  Y al final del discurso preguntaba Moscoso, “deligniano” de talla: “¿Cuándo llegará la hora en que nos toque venir a rescatar estos muertos ilustres para que descansen en la verdadera patria?”....
Pero hoy venís a sembrar esperanzas, al levantar esta estatua. A Macorís le consta cuanto habéis realizado ya, pero interpreta que vuestra justicia a Deligne implica una reafirmación por vuestro interés de gobernante en los dramáticos problemas de esta región, destruida desde el punto y hora en que el tratamiento colonialista de las empresas eliminó al “colono, caído en las sirtes descritas por Moscoso en “Cañas y Bueyes” y que sigue desangrándose por los efectos de un sistema impositivo que extrae de Macorís los más altos tributos, que nunca revierten, con la proporcionalidad necesaria, en esta comunidad estragada!